No le asisten a Felipe Calderón los dones de la simpatía o el carisma: seco, frecuentemente ceñudo, sombrío en el decir y en sus desplazamientos, voz cascada que de pronto se agrieta aunque sea con brevedad, desafortunado cuando pretende hacer bromas o ser gracioso e incluso cuando expresa preferencias deportivas que suelen acabar pasadas por sal. Pero no son en sí esas características personales las que definirán el saldo histórico de quien hoy ocupa a título de precarista la silla formal de la Presidencia de la República (aunque esas características denotan la esencia: no son accidentales, azarosas o circunstanciales), sino la ausencia patológica de sentido de justicia social y una especie de fascinación perversa por el retorcimiento de las facultades y poderes con que se alzó en 2006, para usarlas expresa y aplicadamente en contra de todo aquello que en su origen, desarrollo o eventual desenlace pueda identificarse con las ideas, causas y resortes sociales y políticos que se le han opuesto en forma abierta desde ese 2006 definitorio o que aun cuando no asuman posiciones partidistas o electorales formen parte de ese amplio universo del México en rebeldía.
Ese Felipe práctico, rencoroso y socialmente insensible es el personaje que al estilo de Álvaro Obregón y sus famosos cañonazos monetarios cree posible aparentar evoluciones justicieras, o compensatorias, o apaciguadoras, al ofrecer dinero público a cuenta de muertes y agravios múltiples causados por un sistema político que mediante corrupción e impunidades crea las condiciones para las varias desgracias populares, pero también generados esos males por las elites de particulares que gracias a relaciones grupales o familiares reciben concesiones y permisos para hacer negocio con lo que debería ser cumplido rigurosamente por el Estado, como es el caso de la atención de infantes que son hijos de personas que aportan cuotas para el funcionamiento de un Seguro Social. Calderón compromete recursos públicos con la esperanza de comprar silencios o cuando menos una suerte de tregua, pero no ejerce ni una pizca del poder que formalmente ostenta para sentar en banquillos judiciales a su adversario Eduardo Bours, a quien no toca por la fuerza económica que representa, ni a sus protegidos facciosos, Juan Molinar Horcasitas y Daniel Karam, ni a los concesionarios favorecidos, entre ellos una familiar de Margarita Zavala Gómez del Campo.
Julio Hernández López. La Jornada.
miércoles, 21 de julio de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario