Xilamtona
Por el título y la conexión de este tema con Xilam Arte Marcial Mexicano, posiblemente se esperaría que para esta intervención, se hiciera una histórica relación de las Mujeres Guerreras y las representaciones que aparecen en códices y esculturas, o en los mitos y tradiciones aún vigentes en nuestra rica cultura; sin embargo, para esta ocasión, me permitiré hablar del concepto de la energía femenina en el pensamiento ancestral de una manera más amplia.
A lo largo de la búsqueda en este tema, iniciado para estructurar Xilam en los años 80, nos hemos encontrado con que cada día se ha incrementado, siendo ya prácticamente en estos tiempos, un tema especializado, y que para hablar de las mujeres de nuestra cultura, antigua y contemporánea, hay trabajos excelentes, que van desde Chimalma y Malinalxochitl, a las líderes indígenas actuales, que de sus comunidades están ya en lugares clave para el apoyo de estas.
Algunos de los estudiosos en antropología e historia, como María Rodríguez Shadow , Cecilia Klein, Miriam López, Maria De los Ángeles Ojeda, Cecilia Rossel, la Dra. Heyden, o Sharisee y Geoffrey Mc.Cafferty, por nombrar sólo a unos cuantos autores, nacionales y extranjeros, que han tocado muy profesionalmente este tema, y que ante la cuestionante histórica la han presentado en conferencias, ensayos académicos y libros.
A los fruto de sus teorías y las conclusiones de sus investigaciones, en esta ocasión, nos gustaría aportar el paradigma de la “estrategia de guerra en el tiempo”, a la visión previa e inmediata a la conquista, llamando conquista a la captura y mezcla de linajes hecha por nuestras mujeres guerreras, que dieran con su sangre más fuerte y pura, la posibilidad de un retorno en la información genética, de los próximos, y hoy actuales defensores de nuestra ancestral e incomprendida cultura; es por esto que consideramos la importancia de ver a esta estrategia de guerra en el tiempo, desde otro punto de vista, mucho más profundo que la lucha cuerpo a cuerpo.
Hay algunos relatos, en las crónicas de los invasores, que nos permiten emocionarnos al imaginar a esas bravas mujeres luchando de tú a tú con los soldados españoles, y otros tratando de entender, más que el género, el concepto femenino como era manejado por ellos, y podemos ver en el Anónimo de Tlaltelolco, escrito en nahua en 1528, que nos relata cómo las mujeres también entraron en combate:
“Fue cuando también lucharon y batallaron las mujeres de Tlatelolco lanzando sus dardos. Dieron golpes a los invasores; llevaban puestas insignias de guerra; las tenían puestas. Sus faldellines llevaban arremangados, los alzaron para arriba de sus piernas para poder perseguir a los enemigos.”
Como principio, en la mayoría de las investigaciones, podemos ver que la fuente más importante son las traducciones al castellano de los relatos y las interpretaciones de los códices, que en documentos escritos por los cronistas y que conllevan automáticamente los pensamientos estrechos de la época y su cultura como pueden haber sido los de soldados o frailes españoles, son de una manera conceptual y exagerada, para sus fines militares por unos, o ya sea por la diferencia del idioma y por un oscuro servicio a su causa religiosa los otros, sabemos que fueron estos los que establecieron los primeros contactos, documentando encuentros y pláticas, con individuos pertenecientes, a las en ese momento, agobiadas sociedades mesoamericanas, interpretando a su manera las creencias y filosofías, que continúa siendo la base académica de nuestra historia.
Considerando que la visión de los frailes es caracterizada por una deliberada vaguedad u omisiones intencionales, como confesaría Sahagún, y que fueron estos, lingüísticamente los enlaces más importantes, nos atrevemos a presentar en este trabajo, y bajo una visión un tanto diferente, lo narrado por un Jefe de Tradición… el Capitán General Andrés Segura Granados, lo que en pocas de las crónicas y representaciones, podrían dignamente ilustrar a mujeres estoicas, que en alianzas y conformidad, indudablemente también dieron sus vidas y su sangre en esta guerra de supervivencia.
Lo más interesante en esta ocasión es analizar lo profundo de este pensamiento guerrero, relacionado al matrilinaje, y tratar de entenderlo, bajo el manejo de la dualidad y su relación con el conocimiento de los tiempos, los ciclos y las generaciones o linajes. Como lo podemos ver en el manejo del Tonalpohualli, que ahora es motivo de estudios y profundos análisis, además de otras disciplinas que ahora buscamos en el lado místico, hay otra manera en que podemos aportar algo más al concepto de mujer guerrera, y es no olvidar a aquellas cuyas armas eran la inteligencia y la estrategia desplegada a través de una labor silenciosa y efectiva.
Vamos a entender cómo a lo largo de la historia de la humanidad, el misterio del nacimiento de los seres, ya sean ovíparos o vivíparos, se ha tratado de explicar y cómo los mitos y leyendas de todas las culturas antiguas hablan de un origen “divino”, quitando de un plumazo la perfecta función de la gestación.
Para nuestra filosofía, tanto hombres como mujeres, son iguales en su energía, como se explica en Ometeotl, y su doble naturaleza, femenina Omecihuatl y masculina Ometecuhtli, siendo éste el concepto mas antiguo, de la igualdad de géneros, en donde los 13 planos superiores fueron habitados por la fuerza positiva, masculina, caliente, luminosa, seca; y los 9 inferiores, o bajo tierra, los poderes negativo, femenino, oscuro, húmedo, relacionado con la fertilizante muerte, cambio, transformación, transmutación. Esta dualidad nos lleva en un solo tiempo a un concepto que corre a velocidades o ciclos distintos, y que a sus 4 hijos, los Tezcatlipocas o 4 elementos: fuego, aire, agua, tierra que rigen todo lo existente y en las 4 esquinas, norte, sur, oriente, poniente que influyen con el mismo poder, en los micro y macro niveles, desde las partícula elementales, hidrógeno, oxigeno, helio, carbono y hasta en los cielos, sol, luna, marte y venus, incluyendo a los seres humanos en lo mas importante, en su mente, voluntad, emoción, pensamiento y conciencia.
Míticamente en el ámbito humano tenemos a: Cipactónal se le llamaba al día y Oxomoco a la noche, lo cual nos afirma la idea o relación completa de los géneros, con el tiempo, a través del movimiento de los astros, sol y luna. Cipactónal se dedicaría a la labranza y cultivo de la tierra, (diurno) en tanto que Oxomoco se ocuparía en el hilar y tejer, así como en realizar actividades curativas, hechiceras y adivinatorias (nocturno), aquí vemos ya una designación de genero y actividades, lo cual no se expresa ni remotamente en la descripción española, como se puede ver en el siguiente relato de Mendieta:
“”Un día muy de mañana el sol lanzo una flecha desde el cielo. Fue a dar a la casa de los espejos, y del hueco que abrió, salieron un hombre y una mujer, ambos eran incompletos, solo del tórax para arriba, e iban y venían por los campos saltando cual gorriones. Pero unidos en un beso estrecho, engendraron a un hijo que fue la raíz de todos los hombres.””
Hoy en día las discusiones sobre la mujer en general causan dificultad de entendimiento pues como dice Séller, “Era un apremiante problema para los filósofos, el explicar el origen y el como “”aparecieron”” los hombres, del periodo cósmico actual, los progenitores de los hombres que viven hoy en día. Y ya en el manuscrito de 1558 en la narración del viaje de Quetzalcoatl al Mictlan, poéticamente se describe como son sacados los huesos de los antepasados? Y para formar a la nueva humanidad, son molidos y Quetzalcoatl se sangra el miembro viril, (¿en remembranza del sangrado menstrual?). Sabemos que desde tiempos inmemoriales todo lo asociado con la menstruación y los cambios que las mujeres viven en este periodo, así como el mismo parto, han sido vistos como temas tabú; algo que más vale esconder o disimular para evitar vergüenzas, algo que son “cosas de mujeres”. Y así como el dar vida es cosa de mujeres, ¿el dar muerte es cosa de hombres? verdugos, sacerdotes y guerreros.
Y pese a que ya estamos en el siglo XXI se habla poco del tema de la menstruación, y culturalmente se ha considerado una especie de “cuota” evolutiva que la mujer tiene que pagar por tener la capacidad de concebir, algo que debiera ser magnificado, se asocia con ideas negativas, como si debiera ocultarse, algo sobre lo que hay que avergonzarse.
El dedicarle nuestra atención, a las guerreras del trabajo interno, que como dijimos son iguales a los hombres, pero con una aceptación de la diferencia de genero, y la distribución de trabajo, ahora en un reconocimiento a ellas, como generadoras de vida, que para estas guerreras fue su principal aportación a la cultura, con la impecable estrategia de preservar genéticamente a los guerreros, que retornarían en el tiempo, en el nuevo ciclo, los mexicanos, debemos saber que fue gracias su fuerza, control y humildad para mezclarse con los españoles y así resguardar una cultura en la sangre, pues sabían que las mezclas son más fuertes que el origen y que el linaje lo transmite la mujer.
Este pensamiento, nos remite a las Cihuateteos, que en la mitología mexica eran los espíritus de las mujeres muertas al dar a luz, ya que parir era considerado un tipo de batalla, y a sus victimas se las honraba como a guerreros caídos. Su esfuerzo físico animaba a los soldados en batalla y por eso, junto con los guerreros, ellas acompañaban el recorrido del sol en el cielo y también guiaban la puesta del sol por el poniente, para guerrear junto con el, a su paso por la oscuridad.
Todo esto nos pone a pensar que si rescatamos parte de nuestra real filosofía ancestral la vida seria más armónica y placentera al sabernos vencedores en el tiempo.
jueves, 14 de noviembre de 2013
jueves, 4 de julio de 2013
LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD - - BERTRAND RUSSELL
PRÓLOGO
Una lección de sentido común
No sé —nadie puede saber, creo yo— si en el siglo xx la gente
ha sido más feliz o menos que en otras épocas. No hay
estadísticas fiables de la dicha (v. gr.: ¿nos hace más felices la
televisión o el fax?) y aunque los mucho mejor acreditados
índices del infortunio —guerras con armas de exterminio
masivo contra la población civil, matanzas raciales, campos de
concentración, totalitarismo policial, etc.— resultan
francamente adversos, no me atrevería a sacar una conclusión
de alcance general. Se dice que el siglo ha sido cruel, pero
repasando la historia no encontramos ninguno decididamente
tierno. Parafraseando a Tolstói (quien a su vez quizá se inspiró
en una observación de Hegel) deberíamos atrevernos a afirmar
que los siglos felices no pertenecen a la historia pero que cada
una de las centurias desdichadas que conocemos ha tenido su
propia forma de infelicidad...
Lo que sí podemos asegurar es que los grandes pensadores
de los últimos cien años no han destacado precisamente por
su visión optimista de la vida. Tanto el nazi Heidegger como el
gauchiste Sartre compartían un ideario existencial marcado
por la angustia, cuando no por el agobio: el hombre es un serpara-
la-muerte, una pasión inútil. La noción de felicidad les
parecía —a ellos y a tantos otros— un término trivial,
tramposo, inasible. Querer ser feliz es uno de tantos
espejismos propios de la sociedad de consumo, un tópico
ingenuo de canción ligera, el rasgo complaciente que degrada
el final de muchas películas americanas, en una palabra: una
auténtica horterada. Y solo hay algo más hortera o más vacuo
que querer llegar a ser feliz: dar consejos sobre cómo
conseguirlo. Cuanto más desengañado de la felicidad se
encuentre un filósofo contemporáneo, más podrá presumir de
perspicacia: la energía que ponga en desanimar a los ingenuos
cuando acudan a él pidiendo indicaciones sobre cómo
disfrutar de la vida servirá para establecer ante los doctos su
calibre intelectual. Y sin embargo ¿acaso no es la pregunta
6
acerca de cómo vivir mejor la primera y última de la filosofía,
la única que en su inexactitud y en su ilusión nunca podrá
reducirse a una teoría estrictamente científica?
El modernísimo Nietzsche aseguró en su Genealogía de la
moral que lo de querer a toda costa ser felices es dolencia que
solo aqueja a unos cuantos pensadores ingleses. Se refería
probablemente, entre otros, a John Stuart Mill, quien fue
precisamente el padrino de Bertrand Russell. Y hace falta sin
duda ser heredero de todo el sabio candor y el desenfado
pragmático anglosajón para escribir tranquilamente como
Russell sobre la conquista de la felicidad, esa plaza que según
algunos no merece la pena intentar asaltar y según los más ni
siquiera existe. Claro que esta empresa tan ambiciosa debe
comenzar paradójicamente por un acto de humildad y es más,
por un acto de humildad que contradice frente a frente una de
las actitudes espirituales más comunes en nuestra época, la
de considerar la desventura interesante en grado sumo. Como
dice Russell, «las personas que son desdichadas, como las que
duermen mal, siempre se enorgullecen de ello». Este es el
primer obstáculo a vencer si uno pretende intentar ser feliz,
dejar de intentar a toda costa ser «interesante».
Por supuesto, Russell no ignora que muchas de las causas
que pueden acarrear nuestra desdicha escapan a nuestro
control individual: guerras, enfermedades, accidentes,
situaciones inicuas de explotación económica, tiranías... En
otros de sus libros se ocupó de las que son menos azarosas y
de los caminos a veces revolucionarios que han de seguir las
sociedades para librarse de tales amenazas. La principal de
sus propuestas pacifistas, constituir una especie de Estado
Mundial que impidiese las guerras entre naciones y procurase
el bien común de la humanidad, sigue siendo la gran
asignatura pendiente de la política en los albores del siglo
XXI. Pero en este libro se dirige a un público diferente.
Supone un lector con razonable buena salud, con un trabajo
no esclavizador que le permite ganarse la vida sin atroces
agobios, que vive en un país donde está vigente un régimen
político democrático y a quien no afecta personalmente
ningún accidente fatal. Es decir, aquí Russell escribe para
privilegiados que no luchan por su mera supervivencia, que
disfrutan de una existencia soportable pero que quisieran que
fuese realmente satisfactoria... o para aquellos, aún más
frecuentes, empeñados en hacerse insoportable a sí mismos
una vida que objetivamente no tendría por qué serlo.
Como la obra fue escrita en el período de entreguerras, a
7
comienzos de los años treinta (la época en que Bertrand
Russell gozaba de su máxima influencia como pensador social
pero todavía sulfurosa y teñida de escándalo pues aún no se
había convertido en el venerado patriarca del inconformismo
que luego llegó a ser), los «hombres modernos» a los que se
dirige somos y no somos ya nosotros. En ciertos aspectos ese
mundo es como el nuestro y hasta encontramos perspicaces
profecías, por ejemplo, referidas a la natalidad en Occidente:
«Dentro de pocos años, las naciones occidentales en conjunto
verán disminuir sus poblaciones, a menos que las repongan
con inmigrantes de zonas menos civilizadas». Pero ni siquiera
alguien tan clarividente como Russell, preocupado como
estaba por la condición de la mujer, es capaz de calibrar del
todo el vuelco familiar y laboral que habría de suponer la
emancipación femenina ya en curso; ni tampoco puede medir
el papel que los audiovisuales comercializados debían llegar a
desempeñar pocos años después, lo cual le permite
afirmaciones que a un español de hoy le resultan
dolorosamente anticuadas: «El que disfruta con la lectura es
aún más superior que el que no, porque hay más
oportunidades de leer que de ver fútbol». En algunos pasajes
me parece que es pudorosamente autobiográfico, como
cuando en el capítulo «Cariño» retrata al niño carente de
calidez paternal (él se quedó huérfano de padre y madre muy
pronto, siendo criado por su rigorista abuela) que busca
crearse intelectualmente un mundo seguro de certezas
filosóficas que le ampare ante la vorágine inmisericorde de la
realidad...
Aunque Russell es un crítico exigente de la sociedad
industrial contemporánea, en modo alguno consiente en
idealizar supuestos paraísos rurales y artesanos del ayer. A
diferencia de esos denostadores de la «trivialidad» de las
diversiones audiovisuales modernas —los cuales parecen
suponer que antes de inventarse la televisión todo el mundo
pasaba su tiempo leyendo a Shakespeare, reflexionando sobre
Platón o interpretando a Mozart— Russell subraya el enorme
tedio que debía de planear sobre las sociedades anteriores al
maquinismo y sus entretenimientos. En realidad, el
aburrimiento siempre ha sido la verdadera maldición de la
humanidad, de la que provienen la mayor parte de nuestras
fechorías. Las sociedades preindustriales agrícolas debían de
ser inmensamente tediosas (Russell insinúa, a mi juicio con
poco fundamento, que los miembros masculinos de las tribus
de cazadores lo pasaban bastante bien) pero gracias a la
superstición religiosa rentabilizaban mejor el aburrimiento. En
cambio hoy «nos aburrimos menos que nuestros antepasados,
8
pero tenemos más miedo de aburrirnos». Y ese es en efecto
nuestro problema: no hay nada más desesperadamente
aburrido que el temor constante a aburrirse, la obligación de
hallar diversiones externas. Salvo un puñado de personas
creativas —sobre todo científicos, artistas y gente humanitaria
que convierte la compasión en tarea absorbente— al resto de
la humanidad no le queda más remedio que fastidiar al
prójimo, morirse de fastidio... o comprar algo. En fin,
esperemos que internet alivie un poco los peores efectos de
nuestra trágica condición.
Nunca ha estado del todo claro si el secreto de la felicidad
consiste en no ser completamente imbécil o en serlo. Como
casi todos los ilustrados occidentales (en Oriente se da mayor
diversidad de opiniones al respecto), Bertrand Russell opta
decididamente por la primera alternativa. Para ser
razonablemente feliz hay que pensar de modo adecuado, no
dejar completamente de pensar; hay que actuar correcta,
inventiva y si es posible desinteresadamente, no dejar del todo
de actuar, etc. Bueno, no le falta del todo razón:
probablemente usted y yo, lector, podamos sacar más
provecho de sus indicaciones llenas de sentido común que de
las de algún místico renunciativo inspirado por Lao Tse o
Buda (incluso si es un budismo more californiano a lo Richard
Gere). Algunas desventuras podremos evitar atendiendo sus
consejos, sin necesidad de cambiar demasiado radicalmente
nuestro modo de vida. En cuanto a conquistar la felicidad, la
felicidad propiamente dicha... sobre eso yo no me haría
demasiadas ilusiones.
FERNANDO SAVATER
Una lección de sentido común
No sé —nadie puede saber, creo yo— si en el siglo xx la gente
ha sido más feliz o menos que en otras épocas. No hay
estadísticas fiables de la dicha (v. gr.: ¿nos hace más felices la
televisión o el fax?) y aunque los mucho mejor acreditados
índices del infortunio —guerras con armas de exterminio
masivo contra la población civil, matanzas raciales, campos de
concentración, totalitarismo policial, etc.— resultan
francamente adversos, no me atrevería a sacar una conclusión
de alcance general. Se dice que el siglo ha sido cruel, pero
repasando la historia no encontramos ninguno decididamente
tierno. Parafraseando a Tolstói (quien a su vez quizá se inspiró
en una observación de Hegel) deberíamos atrevernos a afirmar
que los siglos felices no pertenecen a la historia pero que cada
una de las centurias desdichadas que conocemos ha tenido su
propia forma de infelicidad...
Lo que sí podemos asegurar es que los grandes pensadores
de los últimos cien años no han destacado precisamente por
su visión optimista de la vida. Tanto el nazi Heidegger como el
gauchiste Sartre compartían un ideario existencial marcado
por la angustia, cuando no por el agobio: el hombre es un serpara-
la-muerte, una pasión inútil. La noción de felicidad les
parecía —a ellos y a tantos otros— un término trivial,
tramposo, inasible. Querer ser feliz es uno de tantos
espejismos propios de la sociedad de consumo, un tópico
ingenuo de canción ligera, el rasgo complaciente que degrada
el final de muchas películas americanas, en una palabra: una
auténtica horterada. Y solo hay algo más hortera o más vacuo
que querer llegar a ser feliz: dar consejos sobre cómo
conseguirlo. Cuanto más desengañado de la felicidad se
encuentre un filósofo contemporáneo, más podrá presumir de
perspicacia: la energía que ponga en desanimar a los ingenuos
cuando acudan a él pidiendo indicaciones sobre cómo
disfrutar de la vida servirá para establecer ante los doctos su
calibre intelectual. Y sin embargo ¿acaso no es la pregunta
6
acerca de cómo vivir mejor la primera y última de la filosofía,
la única que en su inexactitud y en su ilusión nunca podrá
reducirse a una teoría estrictamente científica?
El modernísimo Nietzsche aseguró en su Genealogía de la
moral que lo de querer a toda costa ser felices es dolencia que
solo aqueja a unos cuantos pensadores ingleses. Se refería
probablemente, entre otros, a John Stuart Mill, quien fue
precisamente el padrino de Bertrand Russell. Y hace falta sin
duda ser heredero de todo el sabio candor y el desenfado
pragmático anglosajón para escribir tranquilamente como
Russell sobre la conquista de la felicidad, esa plaza que según
algunos no merece la pena intentar asaltar y según los más ni
siquiera existe. Claro que esta empresa tan ambiciosa debe
comenzar paradójicamente por un acto de humildad y es más,
por un acto de humildad que contradice frente a frente una de
las actitudes espirituales más comunes en nuestra época, la
de considerar la desventura interesante en grado sumo. Como
dice Russell, «las personas que son desdichadas, como las que
duermen mal, siempre se enorgullecen de ello». Este es el
primer obstáculo a vencer si uno pretende intentar ser feliz,
dejar de intentar a toda costa ser «interesante».
Por supuesto, Russell no ignora que muchas de las causas
que pueden acarrear nuestra desdicha escapan a nuestro
control individual: guerras, enfermedades, accidentes,
situaciones inicuas de explotación económica, tiranías... En
otros de sus libros se ocupó de las que son menos azarosas y
de los caminos a veces revolucionarios que han de seguir las
sociedades para librarse de tales amenazas. La principal de
sus propuestas pacifistas, constituir una especie de Estado
Mundial que impidiese las guerras entre naciones y procurase
el bien común de la humanidad, sigue siendo la gran
asignatura pendiente de la política en los albores del siglo
XXI. Pero en este libro se dirige a un público diferente.
Supone un lector con razonable buena salud, con un trabajo
no esclavizador que le permite ganarse la vida sin atroces
agobios, que vive en un país donde está vigente un régimen
político democrático y a quien no afecta personalmente
ningún accidente fatal. Es decir, aquí Russell escribe para
privilegiados que no luchan por su mera supervivencia, que
disfrutan de una existencia soportable pero que quisieran que
fuese realmente satisfactoria... o para aquellos, aún más
frecuentes, empeñados en hacerse insoportable a sí mismos
una vida que objetivamente no tendría por qué serlo.
Como la obra fue escrita en el período de entreguerras, a
7
comienzos de los años treinta (la época en que Bertrand
Russell gozaba de su máxima influencia como pensador social
pero todavía sulfurosa y teñida de escándalo pues aún no se
había convertido en el venerado patriarca del inconformismo
que luego llegó a ser), los «hombres modernos» a los que se
dirige somos y no somos ya nosotros. En ciertos aspectos ese
mundo es como el nuestro y hasta encontramos perspicaces
profecías, por ejemplo, referidas a la natalidad en Occidente:
«Dentro de pocos años, las naciones occidentales en conjunto
verán disminuir sus poblaciones, a menos que las repongan
con inmigrantes de zonas menos civilizadas». Pero ni siquiera
alguien tan clarividente como Russell, preocupado como
estaba por la condición de la mujer, es capaz de calibrar del
todo el vuelco familiar y laboral que habría de suponer la
emancipación femenina ya en curso; ni tampoco puede medir
el papel que los audiovisuales comercializados debían llegar a
desempeñar pocos años después, lo cual le permite
afirmaciones que a un español de hoy le resultan
dolorosamente anticuadas: «El que disfruta con la lectura es
aún más superior que el que no, porque hay más
oportunidades de leer que de ver fútbol». En algunos pasajes
me parece que es pudorosamente autobiográfico, como
cuando en el capítulo «Cariño» retrata al niño carente de
calidez paternal (él se quedó huérfano de padre y madre muy
pronto, siendo criado por su rigorista abuela) que busca
crearse intelectualmente un mundo seguro de certezas
filosóficas que le ampare ante la vorágine inmisericorde de la
realidad...
Aunque Russell es un crítico exigente de la sociedad
industrial contemporánea, en modo alguno consiente en
idealizar supuestos paraísos rurales y artesanos del ayer. A
diferencia de esos denostadores de la «trivialidad» de las
diversiones audiovisuales modernas —los cuales parecen
suponer que antes de inventarse la televisión todo el mundo
pasaba su tiempo leyendo a Shakespeare, reflexionando sobre
Platón o interpretando a Mozart— Russell subraya el enorme
tedio que debía de planear sobre las sociedades anteriores al
maquinismo y sus entretenimientos. En realidad, el
aburrimiento siempre ha sido la verdadera maldición de la
humanidad, de la que provienen la mayor parte de nuestras
fechorías. Las sociedades preindustriales agrícolas debían de
ser inmensamente tediosas (Russell insinúa, a mi juicio con
poco fundamento, que los miembros masculinos de las tribus
de cazadores lo pasaban bastante bien) pero gracias a la
superstición religiosa rentabilizaban mejor el aburrimiento. En
cambio hoy «nos aburrimos menos que nuestros antepasados,
8
pero tenemos más miedo de aburrirnos». Y ese es en efecto
nuestro problema: no hay nada más desesperadamente
aburrido que el temor constante a aburrirse, la obligación de
hallar diversiones externas. Salvo un puñado de personas
creativas —sobre todo científicos, artistas y gente humanitaria
que convierte la compasión en tarea absorbente— al resto de
la humanidad no le queda más remedio que fastidiar al
prójimo, morirse de fastidio... o comprar algo. En fin,
esperemos que internet alivie un poco los peores efectos de
nuestra trágica condición.
Nunca ha estado del todo claro si el secreto de la felicidad
consiste en no ser completamente imbécil o en serlo. Como
casi todos los ilustrados occidentales (en Oriente se da mayor
diversidad de opiniones al respecto), Bertrand Russell opta
decididamente por la primera alternativa. Para ser
razonablemente feliz hay que pensar de modo adecuado, no
dejar completamente de pensar; hay que actuar correcta,
inventiva y si es posible desinteresadamente, no dejar del todo
de actuar, etc. Bueno, no le falta del todo razón:
probablemente usted y yo, lector, podamos sacar más
provecho de sus indicaciones llenas de sentido común que de
las de algún místico renunciativo inspirado por Lao Tse o
Buda (incluso si es un budismo more californiano a lo Richard
Gere). Algunas desventuras podremos evitar atendiendo sus
consejos, sin necesidad de cambiar demasiado radicalmente
nuestro modo de vida. En cuanto a conquistar la felicidad, la
felicidad propiamente dicha... sobre eso yo no me haría
demasiadas ilusiones.
FERNANDO SAVATER
jueves, 10 de enero de 2013
"¡Sólo estoy observando cuántas cosas existen que no preciso para ser Feliz!"
Aportación de Jorge Escobar.
Al viajar por Oriente, mantuve contacto con los monjes del Tíbet, en Mongolia, Japón y China.
Eran hombres serenos, solícitos, reflexivos y en paz con sus mantos de color azafrán.
El otro día, observaba el movimiento del aeropuerto de San Pablo: la sala de espera llena de ejecutivos con teléfonos celulares, preocupados, ansiosos, generalmente comiendo más de lo que debían.
Seguramente, ya habían desayunado en sus casas, pero como la compañía aérea ofrecía otro café,todos comían vorazmente.
Aquello me hizo reflexionar: "¿Cuál de los dos modelos produce felicidad?"
Me encontré con Daniela, de 10 años, en el ascensor, a las 9 de la mañana, y le pregunté: "¿No fuiste a la escuela?" Ella respondió: "No, voy por la tarde."
Comenté: "Qué bien, entonces por la mañana puedes jugar, dormir hasta más tarde."
"No", respondió ella, "tengo tantas cosas por la mañana..."
"¿Qué cosas?", le pregunté.
"Clases de inglés, de baile, de pintura, de natación", y comenzó a detallar su agenda de muchachita robotizada.
Me quedé pensando: "Qué pena, que Daniela no dijo: "¡Tengo clases de meditación!"
Estamos formando súper-hombres y súper-mujeres, totalmente equipados, pero emocionalmente infantiles.
Una ciudad progresista del interior de San Pablo tenía, en 1960, seis librerías y un gimnasio; hoy tiene sesenta gimnasios y tres librerías!
No tengo nada contra el mejoramiento del cuerpo, pero me preocupa la desproporción en relación al mejoramiento del espíritu. Pienso que moriremos esbeltos: "¿Cómo estaba el difunto?". "Oh, una maravilla, no tenía nada de celulitis!"
¿Pero cómo queda la cuestión de lo subjetivo? ¿De lo espiritual? ¿Del amor?
Hoy, la palabra es "virtualidad". Todo es virtual. Encerrado en su habitación, en Brasilia, un hombre puede tener una amiga íntima en Tokio, sin ninguna preocupación por conocer a su vecino de al lado! Todo es virtual. Somos místicos virtuales, religiosos virtuales, ciudadanos virtuales. Y somos también éticamente virtuales...
La palabra hoy es "entretenimiento"; el domingo, entonces, es el día nacional de la imbecilidad colectiva.
Imbécil el conductor, imbécil quien va y se sienta en la platea, imbécil quien pierde la tarde delante de la pantalla.
Como la publicidad no logra vender felicidad, genera la ilusión de que la felicidad es el resultado de una suma de placeres: "¡Si toma esta gaseosa, si usa estas zapatillas, si luce esta camisa, si compra este auto, usted será feliz!"
El problema es que, en general, no se llega a ¡ser feliz! Quienes ceden, desarrollan de tal forma el deseo, que terminan necesitando un analista. O de medicamentos. Quienes resisten, aumentan su neurosis.
El gran desafío es comenzar a ver cuán bueno es ser libre de todo ese condicionamiento globalizante, neoliberal, consumista. Así, se puede vivir mejor. Para una buena salud mental son indispensables tres requisitos: amistades, autoestima y ausencia de estrés.
Hay una lógica religiosa en el consumismo post-moderno.
En la Edad Media, las ciudades adquirían status construyendo una catedral; hoy, en Brasil, se construye un shopping-center.
Es curioso, la mayoría de los shopping-center tienen líneas arquitectónicas de catedrales estilizadas; a ellos no se puede ir de cualquier modo, es necesario vestir ropa de misa de domingo. Y allí dentro se siente una sensación paradisíaca: no hay mendigos, ni chicos de la calle, ni suciedad...
Se entra en esos claustros al son gregoriano post-moderno, aquella musiquinha de esperar dentista.
Se observan varios nichos, todas esas capillas con venerables objetos de consumo, acolitados por bellas sacerdotisas.
Quienes pueden comprar al contado, se sienten en el reino de los cielos.
Si debe pagar con cheque post-datado, o a crédito se siente en el purgatorio.
Pero si no puede comprar, ciertamente se va a sentir en el infierno...
Felizmente, terminan todos en una eucaristía post-moderna, hermanados en una misma mesa, con el mismo jugo y la misma hamburguesa de Mac Donald...
Acostumbro a decirles a los empleados que se me acercan en las puertas de los negocios: "Sólo estoy haciendo un paseo socrático". Delante de sus miradas espantadas, explico: "Sócrates, filósofo griego, también gustaba de descansar su cabeza recorriendo el centro comercial de Atenas. Cuando vendedores como ustedes lo asediaban, les respondía: ..."¡Sólo estoy observando cuántas cosas existen que no preciso para ser Feliz!"
Carlos Alberto Libânio
Suscribirse a:
Entradas (Atom)